Sobre la Lectura y la Escritura - Mini-ensayo

Quizá no hubo días en nuestra infancia más plenamente vividos que aquellos que creímos dejar sin vivirlos, aquellos que pasamos con un libro favorito.
-Marcel Proust, Sobre la Lectura.

Todos alguna vez nos hemos sumergido en la lectura de un libro –cualquiera que este fuese- de una forma tal, que el tiempo se transcurre tan rápido como las páginas en nuestros dedos; las sensaciones de los personajes se nos presentan en carne viva, sus angustias ocasionan en nosotros suplicios que nuestro corazón siente con efusión; sus alegrías se tornan nuestras, sus victorias son compartidas con jovialidad en nuestra alma y, cuando llega esa fatal, pero ansiada, soñada última página, nos encontramos ante un sinfín de sensaciones: el amor hacía los personajes se realiza ahora que hemos presenciado –qué digo presenciado, vivido- su viaje, nuestra imaginación ansía una continuación, una insinuación siquiera de lo que será, de lo que es de los personajes ahora que no podemos seguir a su lado y, quizá más fuerte que ningún otro sentimiento, la dicha de la aventura ya terminada, de aquella intimidad que, cuidadosamente cultivada a través de incontables pasajes, finalmente florece por completo en nuestro interior. Al leerlo, el libro se nos figura como una edificación, como una obra en construcción en la cual podemos apreciar cuidadosamente el progreso que avanza con página a página, vemos a los personajes surgir ante nosotros y, poco a poco, a través de los pasajes que experimentamos a su lado, los vemos metamorfosearse, cambiar, desarrollarse, tal cual fuesen personas hechas de carne y hueso, solo que están hechos de sueño, de “sueño vivo”, como diría Miguel de Unamuno.

Lo anterior es verdad inamovible, invariable, independientemente de la obra que se lea –pues la sensibilidad no es exclusiva a ningún género particular, sino que es inherente a la literatura en sí-, y según se me presenta a mí, lo es por razones que me gustaría exponer ahora. La primera, la más inefable y universal, es la sensibilidad de la que innatamente gozamos las personas y que, maravillosamente los escritores, tal cual fuesen una especial clase de magos por sí mismos, saben despertar en nosotros mediante el sublime manejo del ritmo, la cadencia y el sonido de las palabras –sonido que nuestra imaginación, como perfecta testigo de este acto de magia, sabe interpretar exquisitamente-. La segunda, y que está sujeta a un tipo particular de gusto, es ese encanto con que cada género, cada autor y, sobre todo, cada sensibilidad especial de las personas recubren a la obra; y aquí me gustaría dar crédito importantísimo a los escritores, pues, si bien nuestra sensibilidad nos refleja los objetos que en su horizonte asoman de forma tan precisa a la vez que maravillosa –pues quién no ha sentido verdaderamente, de manera tan palpable aquellas emociones, mientras que, misteriosamente, nuestro espíritu no puede dejar de admirarse por la calidad de dichos sentimientos-, este reflejo no sería posible si los escritores no proporcionarán a ese horizonte sensible la materia de que debe maravillarse.

Der Bücherwurm - Carl Spitzweg

El escritor es capaz de descubrir a nuestra sensibilidad las sensaciones que, de ordinario, pasamos por alto, pues se encuentran escondidas bajo una capa de material poco atractivo, ya bastante cotidiano y, de cierta forma, esperado –pues uno, después de todo, se acostumbra a vivir-; aquí el autor dice, con su fuerza creativa y escultora, “¡Hágase la luz!” y, de forma poderosa, con una lucidez cegadora –sin perder, por supuesto, esa sensación de maravilla- a nuestros ojos, a los ojos de nuestra conciencia se les aparecen infinidad de detalles, de sentimientos e inspiraciones que, debido a la familiaridad que nos hacemos a la vida, antes estaban ocultas. Aquél que escribe posee, entonces, un poder revelador, una habilidad de inspección, de disección que le permite despojar a las experiencias de ese velo tan engañoso que nos hace representárnoslas como indignas de cualquier atención o admiración. Ahora, desnudas, estas cosas, estas vivencias se nos aparecen como maravillas, como novedades que, debido a la enajenación que tiene el alma con aburrirse de las cosas, no eramos capaces de admirar, de entregarnos al asombro del que son merecedoras.

El trabajo del escritor es, pues, despertar en nosotros ese amor a la vida, ese maravillarse ante ella; descubrirnos, pues, sensibilidades que, a priori, no nos son gratas en nuestra vida cotidiana, o que, más bien, no nos somos dados a reconocer, admirar, reflexionar y, finalmente, a deleitarnos en ellas. Muy bien decía un filósofo de la antigüedad –cuyo nombre, honestamente, he olvidado, pero cuya frase ha sido para mí una sentencia siempre presente- que al leer uno absorbía los años de vida de aquél cuya obra consume, pues –también he aquí algo importantísimo acerca de la literatura- todo el conocimiento que hasta la fecha haya acumulado el autor, cada sensación, cada epifanía, cada nueva sensibilidad descubierta, cada placer, angustia, jovialidad, en suma, toda la vida del autor, hasta el momento en que se da a la tarea de escribir su obra, se ven impresos en las palabras que más tarde despertarán en nosotros esas mismas experiencias y que, gracias a esa especial sensibilidad de la que somos poseedores, nos harán recipiente de toda esa arca de vivencias que el autor nos ha compartido.

Cuando lee, uno no deja los días sin vivir, sino que los ensancha y los expande, los llena de más días, de más años y de más vida; la lectura nos permite descubrir sensaciones que de otra forma tardarían más tiempo para germinar en nuestra conciencia, o que incluso podrían nunca despertar; nos permite experimentar cosas que de ordinario estarían vetadas a la vida común –y probablemente esta falta de vivencias asombrosas sea, a priori, más eminente hoy en día- y que nos otorgan el tan preciado obsequio que es la vida en sí. Al leer, uno vive más, regala a su corazón, a su alma, a su sensibilidad mil objetos más de qué admirarse, de qué aprender, objetos que luego atesoraremos tal cual fuesen la perla más preciosa y que, verdaderamente, son de un valor que ninguna riqueza material podría jamás alcanzar.

Aun son inolvidables para mí lecturas que me encontré en mis años más infantiles, lecturas que, si bien han sido considerablemente borradas para mi memoria, aun me presentan los asombros que sentí con ellas tal cual fuese todavía aquel pequeño niño que leía Las Aventuras de Sinbad en su cuarto, y que se imaginaba ante sí las velas del barco, la brisa del océano y las aventuras que yacían esperando más allá del horizonte. Así como esas maravillas, de días que se encuentran tan atrás, se me siguen presentando hoy, las lecturas que he realizado a lo largo de este año perduran, y perdurarán en mi alma mediante las experiencias que a mí han compartido los escritores; nunca olvidaré las sensaciones que se me presentan al entregar mi conciencia a ese paisaje imaginado que brota de las páginas mientras estoy en mi cuarto, con un libro en las manos.

Y así, en realidad yo me cuento más años que 18, y me cuento más vidas que solo esta que, también hay que decirlo, me ha mostrado muchísima belleza por sí misma…

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